Hace buen tiempo que no escribo en el blog. No es que me haya aburrido, sino que había empezado a trabajar -una vez más- para el Estado, el gran succionador de vida.

No siendo el dinero una preocupación en mi vida, puedo darme algunos lujos existenciales. Mis padres nunca me inculcaron eso que parece tan común en los demás: trabajar por dinero.

Desde pequeño se me inculcó el trabajo como forma de aprendizaje y asunción de responsabilidades para alcanzar la madurez social. Aunque mi madre me empujaba a trabajar, nunca me obligó a hacer lo que no quería. Es por eso que los trabajos que he buscado y conseguido siempre han sido por cuenta propia y los he hecho con interés y mucho gusto.

Ahora que me encuentro a la mitad de mi esperanza de vida, puedo saborear ese exquisito manjar que es lanzarle en la cara el dinero a alguien por un trabajo que no quieres hacer. No importa cuánto ofrezca, si no estoy de acuerdo y no se hacen las cosas bajo mis condiciones, no las haré.

Hace poco, gané un concurso público. Es mi pasatiempo mientras no estoy trabajando. A veces postulo sólo por dar el examen y divertirme un poco. No siempre tengo ganas de entrar a trabajar y a veces, hasta renuncio al puesto sin haber empezado.

Este trabajo parecía muy bueno e interesante. Económicamente era mejor que el promedio, pero no era suficiente para mí. Igual, dinero aparte, me interesaba; pero cuando empecé a conocer cómo funcionaban las cosas por dentro, me decepcioné mucho.

Como siempre, en el Perú, el problema con las instituciones del Estado son las personas que trabajan dentro de ellas. Por lo general, son gente irresponsable, mediocre y acostumbrada a la informalidad y a la regularización de actos errados.

Luego de dos semanas, habiendo corroborado la infame situación y el incómodo ambiente de trabajo, perdí las ganas de prestar mis servicios al lado de estas personas. Sobre todo si los peores no son mis subalternos -a los cuales podría mandar y poner en orden-, sino los que ostentan cargos de mando medio y que se creen omnipotentes por sus contactos y amistades, algunos tan mediocres y corruptos como ellos mismos.

Antes de ser ensuciarme con tanta porquería, presenté mi carta de renuncia y me fui sin reclamar ni recibir una sola moneda de las que me corresponderían por haber laborado 30 días. Cualquier otra persona, se pelearía por el trabajo que he desechado y hasta se encadenaría al edificio para que le paguen sus honorarios, pero yo no.

A veces me pregunto si vale la pena seguir intentando trabajar por esta sociedad tan desagradecida que no valora a sus buenos recursos humanos y se deja llevar por la fama, el dinero o el poder de los hombres mediocres.

La mayoría de peruanos se contentan con dormir, comer, tomar alcohol, fornicar y recibir un sueldo a fin de mes por cualquier cosa que hagan. Casi nadie tiene ideales y muchos menos desean hacerlos realidad para mejorar el muladar en el que se han acostumbrado a vivir.

Ayer dejé ese trabajo y hoy he amanecido contento, porque sé que mi destino no está al ras del suelo, pero empiezo a sospechar de que tampoco en este país.

Katsumoto

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